Más allá de las agrietadas, viejas y secas tierras de la Meseta se halla un lugar mágico y encantado en el que se entrelazan antiguos hechizos con los aullidos de las criaturas a la luz de la luna. Galicia es llamada entre verdor y brumas, un pequeño reino oculto por árboles y misterio. Golpeada por un mar impredecible, brusco y furioso en el que cientos de almas se han perdido. Esculpidos poco a poco por la naturaleza han dejado embelesado a más de uno los acantilados, temibles gigantes de roca en los que con el tiempo se han asentando en las proximidades pequeñas aldeas marineras. Finisterrae, fin del mundo. Sobre él han habido miles de leyendas, pero ninguna como la que yo me dispongo a contar así que escuchad atentos.
Las historias dicen que una vez vivió un hombre que se enamoró de la mar. Cuentan que nunca se llegó a saber su nombre porque sólo ella sabía y podía pronunciarlo. Vivió en una pequeña casa cerca del acantilado que hoy ya no se conserva, lo que sí continúa en pie es un robusto y viejo sauce llorón que él plantó para recordar a su amada. Cada cien años nace una nueva niña cuyos ojos son tan puros y azules como el agua, su sonrisa tan suave y deliciosa como las orillas en calma y su carácter tan indómito, rebelde y libre como el mar. La chiquilla siempre se llama del mismo modo, Marina, y cuando llega la noche en que cumple los 19 años debe volver a donde su alma y cuerpo proceden; al mar. Aquel pobre de padres marineros y vida humilde se enamoró perdidamente de la joven. Se conocieron de pequeños cuando todavía no podían hablar y sus destinos quedaron unidos trágicamente desde aquel día. Compartieron risas, enfados, riñas y felicitaciones, así fue cómo nació lentamente una delicada llama de amor. La noche anterior a cumplir 19 en la orilla del acantilado Marina le habló de su admiración por los sauces llorones. Ella mantenía que ese débil y triste árbol se parecía a ella, los dos aunque no pudiesen derramar lágrimas en el interior estaban llorando. También le habló de su destino, llegadas las 12 cumpliría la temida edad y debería abandonar su vida y reemplazar así al anterior espíritu del mar, su abuela. El chico escuchó entristecido lo que le contó Marina sonteniendo continuamente sus frágiles manos en un absurdo intento de poder retenerlas. Así pasaron las horas sentados uno al lado del otro mirando al horizonte sin poder decir nada. Cuando apenas quedaban cinco minutos para las doce besó a la chica pudiendo poseer por un breve instante un pedacito de mar. Después ella se separó, le susurró unas palabras al oído y se tiró desde lo alto del acantilado. Su cuerpo mientras caía se convirtió en espuma que luego se dispersó en las negras aguas sin dejar rastro de la joven. El hombre se quedó allí de pie en silencio mirando a la luna y viendo como decenas de mariposas azules volaban hacia ella dejando a su paso un brillante polvo del mismo color que sus alas. Los padres de aquel chico murieron en el mar como muchos otros, pero aún así él fue incapaz de odiar a Marina porque sabía que era su naturaleza. Ahora ellos descansarían en ataúdes de burbujas rodeados por la familia de su amada.
Dicen que aquel hombre nunca se casó, siempre vivió en un faro cerca de los acantilados y por muchos años que pasasen su corazón jamás dejó de pertenecer a la mar. Una noche cada 19 años volvían a aparecer las mismas mariposas azules que volaban hacia la luna cuando la chica desapareció entre las olas. De ellas sale Marina igual que la última vez que la vio el hombre y esa noche bajo la luna pueden verse hasta que los primeros rayos de sol aparecen del mar obligando a Marina a desaparecer entre las aguas para no volver de nuevo muchos años después. Supongo que ahora os estaréis preguntando qué fue del hombre enamorado de la mar. Aquel triste marinero continuó visitando al mar hasta que sus cabellos se volvieron blancos y su cuerpo no le dejó seguir caminando. Finalmente con su última voluntad llegó hasta la playa y allí murió abrazado por el mar. Nunca nadie lo encontró, pero algunos dicen haber visto una joven muchacha salir del mar y dulcemente llevárselo con ella a las profundidades. Hoy en día cuentan que el alma del hombre reside en los acantilados acariciados por el mar en un continuo intento por abrazarlo. Todavía en una noche especial cada 19 años se puede ver a dos personas abrazadas bajo un sauce llorón.
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