Las llamas devoraban la ciudad poco a poco. El castillo era ya una bola de fuego y de los pequeños comercios sólo quedaban esqueletos de acero. La ciudad se moría.
A pesar del aspecto que ofrecía, de entre aquel infierno todavía seguía saliendo gente dispuesta a dar la vida por su patria. Los cadáveres se agolpaban en las aceras, bajos, parques... un manto negro cubría cada esquina. Olía a muerte.
-¡Alzaros, pueblo de Milos! ¡No os rindais, luchad hasta que sólo quede de vosotros el alma!-gritó un chico desde lo alto de la catedral
-¡Sí, Gideon!-resonó una voz al unísono
En un pequeño fuerte se resguardaban una chica muy joven y su hermano pequeño acurrucados contra el muro. El niño lloraba, pero su hermana lo calmaba como podía con suaves caricias.
-Rina, vamos a morir-sentenció el pequeño
-No digas eso, Leo. ¿No ves que Gideon sigue vivo?-dijo con voz esperanzadora-Él es nuestro príncipe, nuestras esperanzas, nuestro futuro. Si tienes fe Dios te escuchará y venceremos. Cree en él.
-Nunca debes confiar tus esperanzas ni tu vida a otra persona, únicamente tú eres dueño de ellas. Este es el fin, Rina. Observa tu ciudad, nuestro hogar. Ese príncipe sólo representa los huesos corroídos de una gran civilización. Sólo es un espectro.
-¡No oses...!
Durante unos segundos se hizo un silencio sepulcral y tras ellos se comenzó a escuchar el llanto de un bebé. En el suelo yacía Gideon con una espada clavada en el pecho. El héroe había caído.
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